En el teatro de las apariencias políticas contemporáneas, pocas escenas resultan tan grotescamente ilustrativas como la de un gran empresario capitalista, beneficiario de la acumulación ilimitada de riquezas, ensalzado como “progresista” por apoyar causas identitarias, mientras un dirigente de clase media, conservador en cuestiones sociales, es demonizado como “ultraderechista” o incluso “fascista”. En este terreno de paradojas y simulacros, Osvaldo Montalvo —con un sarcasmo punzante y una lucidez que incomoda— disecciona el vaciamiento de contenido histórico y estructural de las categorías izquierda y derecha, convertidas hoy en etiquetas emocionales para consumo rápido.
Su observación no es un capricho localista ni un ajuste de cuentas con las miserias de nuestro patio criollo. Desde hace décadas, intelectuales de peso han advertido sobre este fenómeno global. Pierre Bourdieu, por ejemplo, denunció la “derechización de la izquierda”, un proceso por el cual ésta renunció a su vocación transformadora para convertirse en mera administradora de los consensos neoliberales. La “nueva izquierda”, según Bourdieu, encontró refugio en los aparatos culturales y mediáticos, donde se reciclan discursos de inclusión y diversidad mientras se legitima la lógica implacable de los mercados globales.
En la misma línea, Chantal Mouffe ha explicado cómo el desplazamiento de la lucha política hacia un terreno puramente moral, donde los conflictos se reducen a una dicotomía entre “inclusivos” y “retrógrados”, esteriliza el pluralismo democrático y sofoca el antagonismo social. El resultado es un “consenso centrista” que oculta, bajo el barniz de la corrección política, la reproducción sistemática de desigualdades y privilegios.
Nancy Fraser, desde una perspectiva feminista y anticapitalista, ha sido aún más incisiva. En su ensayo “El feminismo y la trampa del reconocimiento”, denuncia cómo las agendas progresistas han privilegiado políticas de reconocimiento identitario (género, raza, orientación sexual) sobre políticas de redistribución económica. Así, las grandes corporaciones pueden desplegar banderas arcoíris con entusiasmo sorprendente y financiar campañas de diversidad, mientras precarizan el trabajo, eluden impuestos y consolidan su dominio sobre las economías locales.
Slavoj Žižek, por su parte, describe esta deriva como una “caricatura universitaria”, preocupada por pronombres y protocolos de lenguaje inclusivo, pero indiferente ante la arquitectura salvaje del capitalismo financiero. Para él, “la corrección política es el opio de la izquierda contemporánea”, un narcótico que adormece cualquier impulso de transformación real.
El sociólogo Erik Olin Wright complementa este diagnóstico al documentar la transformación de la “izquierda de clase” en una “izquierda profesional-gerencial”, más atenta a los códigos de conducta en Twitter que a la desposesión sistemática de trabajadores, migrantes y campesinos. Esta izquierda, escribe, “ha abandonado al proletariado” y ha dejado un vacío que hoy es explotado, sin pudor, por los populismos de derecha.
En este marco, la puntual observación de Montalvo adquiere un filo teórico innegable: afirmar que “la propiedad de los medios de producción ya no define la postura política” revela hasta qué punto las antiguas coordenadas ideológicas han sido sustituidas por un mapa donde los signos carecen de sustancia. Frank Rainieri, magnate turístico, escapa a la etiqueta de “ultraderecha” porque se acomoda con naturalidad a las agendas cosmopolitas del progresismo cultural. Pelegrín Castillo, en cambio, es estigmatizado como “ultraderechista” por su resistencia a los dogmas de la ideología de género o a una política migratoria sin frenos. El capital, en última instancia, no escandaliza; la disidencia cultural sí.
La inversión es total. Como advirtió Antonio Gramsci, toda hegemonía cultural impone un “sentido común” que parece natural e incuestionable. Hoy, ese sentido común es el de una izquierda desarmada ideológicamente. Ya no cuestiona la concentración obscena de la riqueza ni las cadenas de dependencia global, sino que se limita a gestionar con buen tono las sensibilidades culturales de moda.
Montalvo lo llama “tigueraje político”. Otros lo han bautizado como “capitalismo woke” o “progresismo neoliberal”. El resultado es el mismo. Estamos frente a una izquierda domesticada, bien pagada y funcional al orden que en teoría pretendía subvertir. Lo que presenciamos no es la continuidad de la lucha de clases, sino su caricatura posmoderna: hashtags en lugar de huelgas, indignación virtual en lugar de acción colectiva, influencers en lugar de líderes obreros.
Mientras tanto, los obreros anónimos, los migrantes sometidos a jornadas inhumanas, los campesinos despojados de su tierra, los jóvenes condenados a la incertidumbre y los pueblos expoliados permanecen huérfanos de una voz que realmente los defienda. No sorprende que los vestigios de aquella izquierda genuina permanezcan impasibles ante los genocidios silenciosos, los asesinatos selectivos de líderes extranjeros y la brutal acumulación de riqueza que despoja de dignidad a los más vulnerables, sumiéndolos en la precariedad y transformándolos en espectadores pasivos de su propia miseria. Ahí lo vemos, adictos a la banalidad viral y al individualismo egoísta. Al final, lo único que prospera es un mercadeo de eslóganes progresistas. La política reducida a un show mediático y la justicia social convertida en un simple logotipo.
¡Ay de quien ose desnudar esta impostura colectiva! Será inmediatamente calificado de “ultra”, como si esa etiqueta bastara para acallar una denuncia que apunta al fracaso de un proyecto político exhausto y carente de ideas. Pero acaso, ¿no revela ese epíteto más la debilidad de una ideología que, despojada de contenido, se agarra a meros rótulos para enmascarar su rendición ante el poder real?
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