El caso de la confrontación, hasta ahora en un plano pacífico, entre Estados Unidos y Venezuela trae inevitablemente a la memoria una sentencia célebre de Otto von Bismarck: “En política, lo que importa no es la intención proclamada, sino el interés real que se persigue.”
Muchas de las aseveraciones sobre el papel de Venezuela en el narcotráfico son más bien hipótesis que simplifican una realidad mucho más compleja. Es cierto que algunos grupos de militares venezolanos corrompidos participan en este negocio ilícito, ostentando fortunas imposibles de justificar con un salario oficial. No obstante, reducir el fenómeno a esa complicidad sería un error. El mayor mercado de drogas del mundo está claramente identificado en los Estados Unidos. Por ello resulta insostenible justificar una masacre en territorio venezolano bajo el pretexto de “restaurar la democracia” o de frenar un trasiego que, paradójicamente, tiene su raíz en la insaciable y creciente demanda norteamericana.
Las propias autoridades de EE.UU. reconocen que las principales rutas del narcotráfico no pasan por Caracas, sino por la frontera con México, el corredor dominante. La mayoría de la cocaína, la heroína, la metanfetamina y, de manera alarmante, el fentanilo letal ingresan por tierra en vehículos privados, camiones comerciales e incluso túneles. Los cárteles mexicanos controlan estos flujos y distribuyen las cargas por corredores interestatales como el I-10, I-35 e I-40, conectando de inmediato con las grandes ciudades.
Existen también rutas marítimas desde el Caribe y la costa Este que utilizan lanchas rápidas, semisumergibles, buques de carga y transbordos en alta mar hacia Florida, Puerto Rico y otros puertos. En paralelo, pequeñas cargas entran mediante vuelos privados, paquetería o correo internacional, sobre todo de precursores químicos y fentanilo provenientes de Asia, principalmente China y, cada vez más, India.
La ruta caribeña y centroamericana constituye igualmente un eje estratégico. Conecta la cocaína producida en Colombia, Perú y Bolivia con islas y costas de tránsito antes de alcanzar el mercado estadounidense. En años recientes comenzaron a utilizarse incluso puertos sudamericanos como los de Chile, Argentina y Uruguay, aprovechando menor vigilancia y costos más bajos. El caso del fentanilo es todavía más revelador: casi el 99 % de las incautaciones en 2023 se registraron en la frontera sur de EE.UU., lo que confirma que la crisis, que convierte a miles de consumidores en zombis hasta conducirlos a la muerte, no tiene su origen en Venezuela.
Estamos, en realidad, frente a un entramado transnacional alimentado por una demanda interna descomunal que convierte al propio territorio estadounidense en el epicentro de la tragedia.
La narrativa antidrogas utilizada por Washington para justificar despliegues militares frente a Venezuela carece, por tanto, de sustento. El trasfondo real parece estar vinculado a la contención de China, Rusia y Teherán en la región. La relación entre Caracas y Teherán no es nueva. Irán produce misiles hipersónicos contra los cuales EE.UU. aún no tiene antídoto eficaz y se ha consolidado como uno de los principales fabricantes de drones del mundo.
Lo que más preocupa a Washington, sin embargo, es la penetración de Moscú y Pekín. La reciente visita de buques de guerra y un submarino nuclear rusos a Cuba y Venezuela alimenta la percepción de que Moscú podría ensayar medidas disuasivas cerca del territorio estadounidense en caso de escalada en Ucrania o en la propia Venezuela.
China, por su parte, sigue expandiendo su influencia económica en América Latina, consolidándose como principal socio comercial de Brasil, Perú y Chile. Washington responde con la misma receta de siempre, a saber: presiones diplomáticas, un arancel punitivo del 50 % a Brasil bajo el pretexto de causas judiciales contra Bolsonaro, y advertencias a México mediante la designación de los cárteles como organizaciones terroristas extranjeras —lo que en efecto son, en su versión más brutal—, acompañadas de amenazas de emplear la fuerza militar contra sus líderes.
Detrás de estas medidas, que no niegan cierta preocupación por el creciente tráfico de drogas cada vez más letales, se esconde un propósito más estratégico: frenar el aprovechamiento del territorio mexicano por parte de empresas chinas para penetrar el mercado estadounidense, especialmente en el sector del 5G, donde China ya controla alrededor del 80 % de la infraestructura instalada en México.
La concentración militar frente a Venezuela parece entonces un movimiento de advertencia más que una acción de combate real. En 1965, para intervenir en República Dominicana, Washington necesitó 42 mil marines. Hoy apenas moviliza 4,500 soldados frente a un país mucho más grande y mejor armado como Venezuela. Una invasión a gran escala sería una locura estratégica y política. Con alta probabilidad América Latina entera reaccionaría y la imagen de pacifista que Trump intenta cultivar quedaría destruida.
Recordemos a Colin Powell, aquel “señor de la guerra” que el 5 de febrero de 2003 compareció ante el Consejo de Seguridad de la ONU para justificar la invasión a Irak. Con voz grave mostró un pequeño frasco con polvo blanco que pretendía representar ántrax e insinuó que Bagdad disponía de armas biológicas listas para su uso. También exhibió imágenes satelitales y diagramas de supuestas instalaciones móviles de armas químicas y biológicas como si fueran pruebas irrefutables.
Con el tiempo Powell reconoció que todo se basaba en información de inteligencia falsa o manipulada. Pero el daño ya estaba hecho. Aquella farsa destruyó a una nación y sumió en el caos a toda una región estratégica. Aun así, no conviene olvidar una advertencia de Powell sobre los peligros de la “extensión de la misión” (mission creep), cuando los objetivos militares se expanden sin rumbo definido. Es exactamente lo que parece ocurrir ahora. Somos testigos de un despliegue costoso, sin plazos concretos ni estrategia coherente, sostenido por una narrativa antidrogas que revela más improvisación que planificación.
Ni los cárteles han tenido jamás la vocación de operar militarmente fuera de sus propios territorios, ni Venezuela constituye el epicentro del trasiego hacia el mayor mercado consumidor del mundo. Del mismo modo, el llamado “Cártel de los Soles” no está demostrado como organización sólida y centralizada. Existen denuncias de participación de militares venezolanos en el narcotráfico, pero hablar de un cartel en sentido estricto parece más una construcción política y mediática que una realidad comparable a los cárteles mexicanos o colombianos. En todo caso, sería más sensato dirigir la mirada hacia Ecuador, donde grupos criminales asesinan a candidatos presidenciales, o hacia Haití, desbordado por bandas terroristas fuertemente armadas con pertrechos de última generación adquiridos en los mismos Estados Unidos.
La historia demuestra que la “guerra contra las drogas” es un guion repetido. El verdadero objetivo no es erradicar el narcotráfico, cuyo corazón late dentro de las propias fronteras del gigante norteamericano, sino preservar la hegemonía global. Ayer fue República Dominicana bajo la excusa del comunismo, después Irak con las “armas de destrucción masiva” y hoy es Venezuela con el “narcotráfico”. La pregunta que queda en el aire es hasta cuándo los pueblos seguirán pagando con sangre y miseria las ficciones imperiales disfrazadas de causas nobles.
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