Las otras caras del agua embotellada

Las otras caras del agua embotellada

Se estima que el 65% del peso corporal es agua, pero puede variar entre el 50% y el 70%, según cada etapa de la vida. Por tanto, este líquido vital debería ser sinónimo de vida y pureza, pero lamentablemente no es con exactitud así. En un mundo marcado por la industrialización, la urbanización, el consumo masivo y la inobservancia generalizada del cumplimiento de las normas, lo que llega a nuestras manos en botellas plásticas herméticamente selladas, no siempre es lo que promete su etiqueta. La llamada “pureza” y “eficiencia” en el tratamiento del agua pueden esconder, paradójicamente, riesgos silenciosos para la salud y el medio ambiente.

Quien tiene el hábito de leer etiquetas puede ver con facilidad que una botella de agua embotellada que declara tener cero calorías, cero sodio, cero azúcares, cero grasas y cero proteínas, entre los más importantes contenidos con valor cero, como casi todas las que circulan en nuestro mercado, transmite la idea de inocuidad total.

En efecto, cumple la función vital de hidratar sin añadir carga calórica al organismo. Lo que no siempre advertimos o tenemos en cuenta es que esa pureza es el resultado de procesos químicos y físicos que buscan estandarizar un líquido que, en su estado natural, debería contener los llamados oligoelementos y minerales esenciales como calcio, magnesio y potasio. El hecho es que la desmineralización excesiva convierte al agua en un producto neutro, sin riesgos inmediatos, pero también sin beneficios adicionales para el equilibrio metabólico humano.

El otro gran riesgo se encuentra en el envase, tratado ampliamente en una entrega anterior. El plástico, por más avances tecnológicos que incorpore, sigue siendo una amenaza latente. Como explicamos, expuesto al sol o al calor, libera microplásticos y trazas químicas que terminan en nuestro organismo sin que podamos percibirlo. Lo preocupante no es solo la sospecha, un estudio de 2022 de la Universidad de Ámsterdam, publicado en Environment International, detectó microplásticos en la sangre humana por primera vez, hallándolos ¡en casi el 80 % de las muestras analizadas! La mayoría correspondían precisamente al PET, el mismo material con que se fabrican las botellas plásticas y que es autorizado por la norma dominicana vigente.

Si bien la ciencia aún investiga los efectos de los microplásticos a largo plazo, la Organización Mundial de la Salud advierte que podrían desencadenar reacciones inflamatorias y afectar el sistema inmunológico.

Mientras esos riesgos comprometen nuestra salud, el impacto ambiental del plástico se multiplica a escala global. De acuerdo con diferentes fuentes (Our World in Data, End Plastic Waste, ONU) el mundo genera entre 350 y 430 millones de toneladas de residuos plásticos; al mismo tiempo, la producción anual de plástico, incluyendo materiales que aún no se desechan, se sitúa entre 400 y 460 millones de toneladas. ¿Dónde terminan los residuos? Lamentablemente, millones de toneladas terminan en vertederos, ríos y mares. Nuestro país, dado el bajo nivel de educación al respecto junto a la ausencia de consecuencias, puede considerarse “isla en situación de desastre”.

Estamos frente a una paradoja muy cruel en la medida en que bebemos agua “pura” en un envase que contamina el planeta y compromete la vida de las futuras generaciones. Esto al margen de que en realidad el agua para beber que se vende no siempre es “pura” o cumplidora estricta de los parámetros normativos.

Frente a este panorama, la discusión no debe quedarse en si el agua embotellada hidrata o no —porque lo hace—, sino en qué significa en términos de salud pública y sostenibilidad. Desde hace mucho tiempo entendemos que una política seria de gestión del agua en la República Dominicana y en el mundo debería orientarse a fortalecer los sistemas de potabilización y distribución del agua corriente, garantizando seguridad, accesibilidad y confianza en la red pública. La realidad es que no podemos soñar con abrir un grifo y beber sin miedo. No obstante, es la única vía para que la dependencia del agua “eficientemente tratada” y encerrada en plástico pierda sentido.

El desafío, en última instancia, no es tecnológico sino ético. No basta con embotellar y etiquetar un líquido con cero de todo, lo verdaderamente vital es garantizar que el agua, fuente de toda vida, no se convierta en un lujo envasado ni en un peligro invisible para quienes creen estar cuidando su salud.

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