Silencio diplomático, ¡complicidad genocida!

En la Franja de Gaza, más de mil personas han muerto de hambre. No por una sequía. No por la escasez estructural que a veces asola a regiones olvidadas del planeta. Han muerto y siguen muriendo por la imposición deliberada, cruel y sistemática de un bloqueo total de alimentos (incluida el agua), medicinas, electricidad y combustible por parte del Estado de Israel. En pleno siglo XXI, se mata por inanición a todo un pueblo como si el crimen de guerra más elemental, provocar hambruna y muerte en masa, pudiera cometerse a la vista del mundo sin que nadie lo impida.

Desde que en mayo se rompió el alto el fuego entre Israel y Hamás, Gaza quedó confinada bajo un cerco implacable, convirtiéndose en un auténtico campo de exterminio. Las rutas de entrada de alimentos y suministros básicos fueron clausuradas por completo, mientras la ONU y las ONG humanitarias veían truncada su misión de auxilio. Quienes se acercaban en busca de un saco de harina eran recibidos a balazos, como si sus vidas formaran parte de un gélido videojuego en el que sólo cabe el miedo. Según la Oficina de Derechos Humanos de Naciones Unidas, más de mil personas han perdido la vida intentando acceder a la ayuda—una tragedia aún más insoportable al saberse que entre las víctimas se cuentan niños, mujeres, ancianos y trabajadores humanitarios, auténticos guardianes de la esperanza en medio del horror.

En la semana recién transcurrida, como si lanzaran migajas a una jaula, las Fuerzas de Defensa de Israel anunciaron una “pausa táctica local” de 10 horas diarias para permitir el ingreso limitado de asistencia. Lo hicieron luego de que 30 países occidentales exigieran tardíamente a Tel Aviv el cumplimiento del derecho internacional humanitario. Pero el alivio es mínimo frente a la dimensión del desastre.

Un convoy de más de 100 camiones con 1,200 toneladas de alimentos entró a través del paso de Kerem Shalom, enviado por la Media Luna Roja egipcia. También se permitió el acceso de algunos cargamentos por el cruce de Zikim. En las calles de Gaza, miles de personas famélicas se abalanzaron sobre las rutas de ayuda. Hombres cargando niños en brazos, mujeres con sacos de harina en la cabeza, ancianos tambaleándose con la esperanza de encontrar algo que llevar a la boca. “La gente no está ni viva ni muerta, son cadáveres andantes”, advirtió Philippe Lazzarini, de la UNRWA.

Las imágenes son desgarradoras. El secretario general de la ONU, António Guterres, denunció que hay niños que piden irse al cielo porque “allí hay comida”. Cerca de 900,000 menores sufren hambre. Setenta mil presentan síntomas clínicos de desnutrición. Decenas de trabajadores de la ONU, en videollamadas con sus superiores, mostraban signos de inanición. Esto no es solo una emergencia humanitaria. Es una herida moral abierta, una ignominia que desafía a toda conciencia decente.

Mientras tanto, lo que en otros contextos sería una operación de socorro, en Gaza se convierte en espectáculo caótico y desesperado. Rushdi Abualouf, corresponsal de la BBC, describió los lanzamientos aéreos de paquetes en el noroeste del enclave como “una situación muy caótica, con personas desesperadas peleándose entre sí para conseguir comida”. Miles acudieron a la zona de Zikim como último recurso. Imágenes tomadas el 22 de julio muestran multitudes desbordadas, exhaustas, peleando por sobrevivir. Es el colapso total del orden humano más elemental.

Algunos gobiernos occidentales, como Reino Unido, intentan maquillar la escena con promesas. Keir Starmer, primer ministro británico, declaró que su gobierno está “comprometiendo todo lo que esté a su alcance” para enviar ayuda aérea. Pero ¿de qué sirve lanzar cajas desde el cielo a una población hambrienta, desesperada y sitiada, mientras se apoya política y militarmente al régimen que provoca esa misma hambruna?

Aun así, la mayoría de los gobiernos, incluidos los de este litoral, optan tozudamente por el silencio. La República Dominicana, con su historia de luchas por la dignidad y su vocación solidaria, no ha emitido ni una palabra, ni una condena formal, ni una moción diplomática para contribuir a frenar este genocidio por hambre y balas. ¿Qué nos detiene? ¿Miedo? ¿Complicidades no declaradas? ¿Una tibieza diplomática que pesa más que la vida de miles?

No hay justificación posible. La complejidad del conflicto no exime a nadie de levantar la voz ante la deshumanización absoluta. Callar es consentir. Quien no actúa ante esta barbarie pierde el derecho a proclamarse defensor de los derechos humanos. No basta con lanzar discursos bonitos en foros internacionales si, cuando la barbarie golpea la puerta del presente, elegimos mirar hacia otro lado.

Las excusas se multiplican en un vano intento de lavar conciencias – que no es prudente tomar partido, que es un conflicto ancestral, que la neutralidad es la postura más sensata, que el pueblo elegido goza de patente divina. Pero no existe postura neutral ante el crimen sistemático de condenar al hambre a niños, mujeres y ancianos. No se trata de autodefensa, sino de exterminio planificado. Lo más indignante es que quienes hoy alzan el muro del silencio serán mañana los primeros en pregonar paz, convivencia y civilización, como si su mutismo no hubiese abonado el mismo terreno donde florece la barbarie.

Resulta paradójico convertir el lanzamiento aéreo de cajas de comida en un espectáculo tecnológico, cuando al mismo tiempo se dispara contra quienes solo buscan espigar un pedazo de pan. La propia ONU ha advertido que esos gestos son costosos, ineficaces e incluso peligrosos, pues más que aliviar el sufrimiento, alimentan un circo de la asistencia que diluye la responsabilidad y perpetúa la matanza. Es intolerable reducir la ayuda humanitaria a un montaje mediático que sirve para lavar culpas mientras se mantiene el régimen del terror.

A veces el crimen más atroz no necesita tanques ni bombas. Basta con un puñado de órdenes superiores miserables que cierren fronteras, corten el suministro de agua y electricidad, impidan el paso de medicamentos y ralenticen la llegada de alimentos. El hambre se convierte entonces en verdugo silencioso, imparable. Así se lleva a cabo hoy el exterminio en Gaza. Es en este acto de barbarie donde se revela la verdadera estatura moral de las naciones: su grandeza o, en su defecto, la miseria de sus principios.

¿Dónde nos encontramos mientras otros mueren de inanición? ¿Dónde resuena nuestra voz y dónde reposan esos principios que decimos defender? Este mutismo no es diplomacia, sino una afrenta a la decencia, y quedará grabado en la historia como parte del crimen. Somos cómplices: la indiferencia y el silencio complaciente superan la traición y se convierten en un homicidio moral. Al callar, traicionamos lo más esencial de nuestra humanidad. Es hora de romper este pacto de omisión y actuar, cada uno desde su trinchera, con la urgencia y la justicia que demanda este desastre.

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