Ciudadanía americana en duda

Para muchos inmigrantes, naturalizarse como ciudadanos de los Estados Unidos representa la cúspide de un largo recorrido lleno de sacrificios, esfuerzo y esperanza. Es el momento en que se cierra un ciclo y se abren las puertas a una vida plena de derechos, deberes y protección jurídica. Pero ¿qué pasa cuando ese vínculo, ya sellado por un juramento solemne, se pone en duda? ¿Puede el gobierno quitar la ciudadanía a alguien que ya la recibió? La respuesta, aunque desconcertante para muchos, es sí. Y no solo es posible, sino que se está considerando cada vez más como una herramienta activa dentro de ciertas políticas migratorias recientes.

Para entender esta posibilidad, primero es necesario saber en qué consiste la naturalización. Este es el proceso legal mediante el cual una persona nacida en otro país adquiere la ciudadanía estadounidense. Existen requisitos bien definidos para ello: haber sido residente legal permanente por al menos cinco años (o tres si se está casado con un ciudadano), demostrar buen carácter moral, tener conocimientos básicos del idioma inglés y sobre educación cívica y aprobar una entrevista y examen oficial. También existe una vía especial para miembros de las Fuerzas Armadas que hayan servido en tiempos de conflicto, permitiéndoles naturalizarse en menos tiempo.

La naturalización es, entonces, la culminación de un proceso exigente. No se otorga por simpatía ni por azar. Requiere demostrar compromiso, integración y cumplimiento de la ley. Por eso sorprende que pueda ser revocada. Pero la ley contempla casos en que la ciudadanía puede ser retirada. A esto se le llama desnaturalización. Y aunque históricamente ha sido una herramienta legal usada con moderación, en la actualidad comienza a asomar con más fuerza en el discurso oficial.

Este proceso ocurre cuando el gobierno comprueba que la ciudadanía fue obtenida de manera fraudulenta o con información falsa. Puede tratarse de omitir antecedentes penales, mentir sobre la identidad o esconder hechos relevantes durante el proceso. También aplica en ciertos casos en que la persona haya cometido crímenes de guerra o se haya vinculado a organizaciones terroristas, aunque esos casos son muy escasos. El punto crucial es que debe probarse, ante un juez federal, que hubo engaño intencional o actos graves incompatibles con la obtención legítima de la ciudadanía.

Durante décadas, este proceso ha sido raro. Las cifras históricas muestran que entre 1990 y 2017 hubo apenas 305 casos de desnaturalización en todo el país. Pero durante el primer mandato de Donald Trump, el gobierno impulsó la revisión de miles de expedientes de naturalización, creando una oficina especializada para identificar posibles casos fraudulentos. Según reportes, se investigaron más de 2,500 personas y se iniciaron más de 100 procesos judiciales. Hoy, ya en su segundo mandato, la intención de ampliar esta práctica ha resurgido, como parte de una estrategia más amplia para endurecer las políticas migratorias y aumentar las deportaciones.

En esta ocasión, se ha instruido al Departamento de Justicia a actuar con más énfasis contra ciudadanos naturalizados que hayan cometido fraude, ocultado antecedentes o incluso fallado en el cumplimiento de ciertos estándares morales. Esto último es particularmente preocupante, porque el concepto de “buen carácter moral” puede interpretarse de manera subjetiva. ¿Qué tanto margen queda entonces para proteger a quienes, con buena fe, obtuvieron su ciudadanía pero ahora temen ser señalados por errores menores o malentendidos?

Vale la pena recordar que el proceso de desnaturalización no es automático. Requiere una demanda formal, evidencia sólida y, en la mayoría de los casos, se litiga en cortes federales. Sin embargo, el simple hecho de verse involucrado en un proceso así puede ser devastador. Implica contratar abogados, enfrentar estrés emocional y vivir con la incertidumbre de perder derechos fundamentales, como votar, acceder a ciertos beneficios, mantener la residencia o incluso permanecer en el país.

Muchos se preguntan si esto es una medida justa o una herramienta política. En un contexto donde se han prometido deportaciones masivas, el uso de la desnaturalización podría ser una vía indirecta para eliminar barreras legales. Un ciudadano naturalizado no puede ser deportado, pero una vez despojado de su ciudadanía, sí. Esta táctica podría entonces tener un impacto más allá de los casos de fraude. Podría generar miedo, desconfianza y retraimiento en comunidades inmigrantes que ya han cumplido con todos los requisitos legales.

Las estadísticas más recientes indican que en el año fiscal 2024 se naturalizaron alrededor de 816,000 personas. Los países de origen con más naturalizaciones fueron México, India, Filipinas, República Dominicana, Cuba, Vietnam, China, Jamaica, El Salvador e Irak. Estos datos reflejan una realidad vibrante y diversa: cientos de miles de personas que, año tras año, se integran plenamente a la vida estadounidense bajo el compromiso de contribuir y respetar la ley. Que ahora ese vínculo pueda quebrarse con base en revisiones posteriores o interpretaciones morales, genera una sombra de inseguridad que no debería acompañar a quienes ya cumplieron con todo lo exigido.

El mensaje que deja esta tendencia es preocupante. Se cuestiona si la ciudadanía sigue siendo un vínculo definitivo o si se está convirtiendo en una condición revocable, sujeta al clima político y a las prioridades del momento. La ciudadanía debe ser una garantía, no una concesión transitoria. Debe protegerse con el mismo rigor con que se otorga, y debe mantenerse firme incluso frente a presiones partidistas. De lo contrario, lo que parece una medida legal puede convertirse en una amenaza latente para cientos de miles de ciudadanos que, lejos de haber engañado, han contribuido con honor al país que decidieron llamar hogar.

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