Estados Unidos, la potencia que presume de ser faro de civilización, encarna hoy una de las contradicciones más graves de la modernidad.
Es el país con uno de los sistemas médicos más costosos y tecnológicamente avanzados del planeta y, sin embargo, tal como lo denuncia Robert F. Kennedy Jr., se ha convertido en “la nación más enferma del mundo”. Esta afirmación no es una simple hipérbole política. Es un diagnóstico que retrata el colapso ético y funcional de un sistema diseñado no para sanar, sino para explotar financieramente el sufrimiento humano.
En una entrevista con el periodista Tucker Carlson, Kennedy Jr. fue categórico al afirmar que «…cada nivel del sistema sanitario está incentivado financieramente para mantenernos enfermos”. En este sentido, lo que debería ser un sistema de prevención y cuidado, se ha convertido en una maquinaria de rentabilidad que premia la enfermedad crónica y la dependencia farmacológica.
“No importa lo que le pase al paciente, importa cuántas ganancias generas”, denuncia Kennedy. Esta perversión no solo degrada la ética médica, sino que transforma la relación médico-paciente en un vínculo condicionado por la lógica corporativa.
El dato es revelador.
Hace 20 años, solo el 20 % de los médicos trabajaban para corporaciones. Hoy, ese número asciende al 80 %. Voces autorizadas como la de la Dra. Elisabeth Rosenthal, médica y editora de Kaiser Health News, advierten sobre el costo moral y social de este modelo cuando afirma que “la medicina en EE. UU. se ha convertido en una industria más interesada en cobrar que en curar. No se prioriza la salud, sino los márgenes de beneficio”.
Esta afirmación se alinea con investigaciones del Journal of the American Medical Association (JAMA), que señalan que el 25 % del gasto sanitario estadounidense se destina a costos administrativos e intermediación financiera, no a servicios médicos efectivos.
La patología va más allá de la estructura clínica. Su manifestación más brutal se evidencia en la segunda dimensión de esta tragedia, a saber, la epidemia de opioides y, en particular, el azote del fentanilo. Lo que comenzó en los años noventa como una estrategia agresiva de mercado por parte de empresas como Purdue Pharma, hoy condenada judicialmente por su papel en la crisis, se convirtió en una cadena de dependencia, muerte y devastación.
En palabras de la Dra. Nora Volkow, directora del Instituto Nacional sobre el Abuso de Drogas (NIDA), “el sistema colapsó cuando se dejó de ver el dolor como un fenómeno complejo y se simplificó a una pastilla milagrosa recetada sin control”.
Hoy, el fentanilo —hasta 100 veces más potente que la morfina— es la droga más común en las muertes por sobredosis en el país. Más de 100,000 muertes al año, con dos tercios asociadas a opioides sintéticos, según los CDC. Esta sustancia, producida a bajo costo, altamente adictiva y fácil de ocultar en el tráfico internacional, es la piedra angular de una nueva economía de la desesperación.
La droga no llega sola.
Encuentra una sociedad exhausta, hipermedicalizada, culturalmente fragmentada y emocionalmente desprotegida. Una sociedad que, como bien advierte la investigadora del Brookings Institution Vanda Felbab-Brown, “ha normalizado el consumo de sustancias como un sustituto de los vínculos humanos y el acompañamiento psicológico real”.
Las raíces de la epidemia, por tanto, no son solo médicas o judiciales. Son de hecho profundamente antropológicas. El filósofo Byung-Chul Han, afirma sin ambages que vivimos en una sociedad de la autoexplotación, donde la presión por rendir se convierte en enfermedad y la salud mental se administra con antidepresivos, no con comunidad.
En este contexto, el fentanilo no es solo un producto del narcotráfico, sino una respuesta perversa —y eficiente— a una demanda emocional insatisfecha. La pregunta que subyace es más inquietante que todas las cifras:
¿Qué ha fallado en el alma colectiva de un país para que millones necesiten medicarse o drogarse a diario para soportar la vida?
¿Qué significa el éxito, la productividad o la libertad, si lo que queda es una población medicada hasta los huesos, anestesiada de sí misma y de su propio dolor?
La epidemia de opioides, junto al modelo sanitario descrito por Kennedy Jr., no es un accidente. Es el producto lógico de un sistema que pone precio a todo y valor a nada. Un sistema que no cura porque no sabe cuidar, y que no cuida porque ha perdido toda noción de humanidad. Ya lo advirtió el filósofo y médico Iván Illich hace décadas, en su obra Némesis médica, profética como pocas: “El sistema médico ha llegado a un punto donde se convierte en causa principal de sufrimiento, enfermedad y muerte.”
En la nación que se consagra como el enfermo crónico del planeta, la salud se mercadea al antojo del capital, la verdad se encierra tras muros de complicidad, y la muerte se disfraza de bálsamo con sedantes de última generación. ¿Podrá alguna vez germinar o renacer una sociedad auténticamente libre desde los escombros de tan insaciable decadencia moral? ¿Encontrará este desafío un lugar en el acervo de “América Primero” como un imperativo tan esencial y trascendental para el destino inmediato de la patria de Lincoln?
Z Digital no se hace responsable ni se identifica con las opiniones que sus colaboradores expresan a través de los trabajos y artículos publicados. Reservados todos los derechos. Prohibida la reproducción total o parcial de cualquier información gráfica, audiovisual o escrita por cualquier medio sin que se otorguen los créditos correspondientes a Z Digital como fuente.
The post La salud como negocio, la droga como refugio appeared first on Z 101 Digital.