Artículo de opinión:

Por: Primitivo Gil, Director.
Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, no dejó mansiones, cuentas abultadas ni inversiones. Al partir de este mundo, su patrimonio personal apenas alcanzaba los cien dólares. No había títulos de propiedad a su nombre. No existían bancos escondidos ni tesoros guardados para un «papa millonario».
Pudo haber ganado 340 mil euros al año, pero renunció al sueldo que le correspondía como Sumo Pontífice. Fiel a sus votos de pobreza, prefirió vivir con lo necesario. Eligió la Casa Santa Marta, sencilla y humilde, en vez del lujo del Palacio Apostólico. No buscó brillos, ni se aferró a los privilegios que su cargo le permitía. Su vida fue un espejo de su palabra: austeridad, servicio, amor.
Hoy, mientras su vela se realiza en la majestuosa Basílica de San Pedro, y su sepelio —en un gesto más de su profunda humildad— será en la Basílica de Santa María La Mayor de Roma, nos queda su verdadero legado. No será enterrado entre los fastos vaticanos como muchos de sus antecesores. Su ataúd, de simple madera, cuenta más de su alma que mil discursos.
Francisco no construyó su herencia en bienes. Su testamento no está en cifras, sino en valores. Nos deja una riqueza moral incalculable: humildad, coherencia y servicio. Vivió y murió como predicó: cercano a los pobres, abrazando al mundo herido, extendiendo perdón donde había rencor, y amor donde reinaba el odio.
En tiempos donde el poder suele devorar la esencia de los hombres, Francisco fue una excepción luminosa. Un pastor que no tuvo miedo de ensuciarse los pies, de mirar a los ojos, de tender la mano y de pedir perdón. Un líder de carne, hueso y espíritu, que nos recordó que la verdadera grandeza no está en poseer, sino en servir.
Se apaga una vida sencilla, pero se enciende una llama eterna. El Papa Francisco, en su último acto de coherencia, nos enseña que la verdadera riqueza no cabe en un banco: habita en el corazón de quienes amamos, perdonamos y servimos.
Su herencia no la tocará el óxido del tiempo ni la corrupción del olvido.
Su herencia somos nosotros, si sabemos vivirla.
UN GRAN EJEMPLO.
UN HOMBRE DE DIOS.
UN ALMA LIBRE.